Cerró los ojos… Dejó que sus sentidos observasen las gotas de
lluvia, millones de colores, transparencias rasgadas. Abrió la ventana,
sacó las manos y sintió el frío del agua dulce, la suavidad
recorriendo sus doloridas manos, aquellas que tantas caricias
regalaron, las mismas que trabajaron hasta agrietarse, las que tantas
lágrimas cubrieron y tantas sonrisas destaparon.
Continuó
disfrutando en silencio, se dejó empapar la cara, el agua caía
convertida en gotas de esperanza, en sueños por cumplir, en vida
deseada.
Un suave viento le azotó la cara, sintió
frío, aquella bata no abrigaba nada, era septiembre; 19, para ser más
exactos; el mal tiempo ya se hacía sentir, dentro de poco el abrigo y
la bufanda volverían a formar parte de la rutina diaria. Cerró la
ventana, miró la habitación, la observó entera, paredes, suelo, camas,
luces. No podía comprender el porqué de verse allí, en esa soledad que
ella misma había aceptado, sin saber si sería capaz de enfrentarse al
miedo que la ahogaba, el mismo que le gritaba por dentro que quería
seguir soñando, continuar el camino sellado, su camino, el que tanto le
había costado marcar, por el que había luchado y creado su familia, su
hogar, su vida. ¡NO!, no podía permitir que aquella “sombra oscura”
pudiera con ella, lucharía sin parar. Luchaba… siempre luchaba.
Las
horas pasaban, el sueño no quiso acudir a la cita, vaya… un plantón
poco conveniente en esas circunstancias, quizás… hizo bien en no venir,
tuvo tiempo para recordar secuencias de su vida, muchas, momentos que
jamás olvidaría, sonrisas que se clavaban en su alma al ladito de las
lágrimas, pero sabiendo cada una, cuál era su lugar, sin empujones y con
respeto.
Las luces de la ciudad comenzaban a velarse
con la luz de la mañana; pequeños rayos de sol esquivando las nubes,
diminutos arcoíris que se formaban sin darse cuenta ni de su propia
existencia, ¡ay, hermosa naturaleza! ¡Divina esperanza de luz!.
Dejó
que la ducha fuese un pequeño recreo, desconectó de la habitación, del
olor tan especial que sentía hasta los huesos y que tan poco le
gustaba. Se enjabonó con el gel que le dieron; no olía muy bien, pero
las normas son así, se ponen para ser cumplidas, no para cuestionarlas,
así que decidió que ese ratito no se lo estropearía un jabón para el
cuerpo, esos minutos eran suyos, íntimos, los más íntimos que jamás
pensó vivir… ¿Dolorosos? ¡No sabía cuánto! La toalla tampoco era la
suya, blanca, seria, sencilla, se cubrió el cuerpo con ella, se secó
suavemente, mimándose, con un pequeño temblor en las manos, en todo el
cuerpo, en el alma… Tenía miedo, cada vez más. Se quedó desnuda frente a
un espejo ya viejo, pero que todavía hacía su función. Se observó,
recorrió cada centímetro de su piel con su mirada, sabiendo que era la
última vez que se vería así, “completa”. ¡Cada vez tenía más miedo! Sus
manos recorrían su cara, su abdomen, su sexo; se abrazó, se sintió. Un
grito ahogado murió en su garganta, ¡no podía! Era superior a ella, le
dolía el alma, la tenía herida, más que su cuerpo; no pudo tocarse…
sus manos se paralizaron, no pudo.
Llegó la hora:
“Cuente hasta diez”, escuchó. “Mejor me cuento un cuento”, pensó,
mientras sus ojos se cerraban al designio de unas manos en un
quirófano.