miércoles, 4 de marzo de 2015

"Cerró los ojos".

Cerró los ojos… Dejó que sus sentidos observasen las gotas de lluvia, millones de colores, transparencias rasgadas. Abrió la ventana, sacó las manos y sintió el frío del agua dulce, la suavidad recorriendo sus doloridas manos, aquellas que tantas caricias regalaron, las mismas que trabajaron hasta agrietarse, las que tantas lágrimas cubrieron y tantas sonrisas destaparon.

Continuó disfrutando en silencio, se dejó empapar la cara, el agua caía convertida en gotas de esperanza, en sueños por cumplir, en vida deseada.

Un suave viento le azotó la cara, sintió frío, aquella bata no abrigaba nada, era septiembre; 19, para ser más exactos; el mal tiempo ya se hacía sentir, dentro de poco el abrigo y la bufanda volverían a formar parte de la rutina diaria. Cerró la ventana, miró la habitación, la observó entera, paredes, suelo, camas, luces. No podía comprender el porqué de verse allí, en esa soledad que ella misma había aceptado, sin saber si sería capaz de enfrentarse al miedo que la ahogaba, el mismo que le gritaba por dentro que quería seguir soñando, continuar el camino sellado, su camino, el que tanto le había costado marcar, por el que había luchado y creado su familia, su hogar, su vida. ¡NO!, no podía permitir que aquella “sombra oscura” pudiera con ella, lucharía sin parar. Luchaba… siempre luchaba.

Las horas pasaban, el sueño no quiso acudir a la cita, vaya… un plantón poco conveniente en esas circunstancias, quizás… hizo bien en no venir, tuvo tiempo para recordar secuencias de su vida, muchas, momentos que jamás olvidaría, sonrisas que se clavaban en su alma al ladito de las lágrimas, pero sabiendo cada una, cuál era su lugar, sin empujones y con respeto.

Las luces de la ciudad comenzaban a velarse con la luz de la mañana; pequeños rayos de sol esquivando las nubes, diminutos arcoíris que se formaban sin darse cuenta ni de su propia existencia, ¡ay,  hermosa naturaleza! ¡Divina esperanza de luz!.


Dejó que la ducha fuese un pequeño recreo, desconectó de la habitación, del olor tan especial que sentía hasta los huesos y que tan poco le gustaba. Se enjabonó con el gel que le dieron; no olía muy bien, pero las normas son así, se ponen para ser cumplidas, no para cuestionarlas, así que decidió que ese ratito no se lo estropearía un jabón para el cuerpo, esos minutos eran suyos, íntimos, los más íntimos que jamás pensó vivir… ¿Dolorosos? ¡No sabía cuánto! La toalla tampoco era la suya, blanca, seria, sencilla, se cubrió el cuerpo con ella, se secó suavemente, mimándose, con un pequeño temblor en las manos, en todo el cuerpo, en el alma… Tenía miedo, cada vez más. Se quedó desnuda frente a un espejo ya viejo, pero que todavía hacía su función. Se observó, recorrió cada centímetro de su piel con su mirada, sabiendo que era la última vez que se vería así, “completa”. ¡Cada vez tenía más miedo! Sus manos recorrían su cara, su abdomen, su sexo; se abrazó, se sintió. Un grito ahogado murió en su garganta, ¡no podía! Era superior a ella, le dolía el alma, la tenía herida, más que su cuerpo; no pudo tocarse… sus manos se paralizaron, no pudo.

Llegó la hora: “Cuente hasta diez”, escuchó. “Mejor me cuento un cuento”, pensó, mientras sus ojos se cerraban al designio de unas manos en un quirófano.