Siempre hay a quien admirar, un familiar, un amigo, un
conocido aunque sea bastante desconocido, pero pocas veces, muy pocas, nos
damos cuenta que nosotros somos la persona que otros admiran, la persona a la
que observan de cerca, de la que cogen ejemplo, a la que quieren parecerse, de
la que muchos darían lo que “creen no ser” por “ser” como uno mismo.
La lástima, es que no vemos nunca que la persona admirada,
la persona que deberíamos admirar todos, somos nosotros mismos.
Respiramos por
nosotros, caminamos por nosotros, nos alimentamos por nosotros, vivimos por
nosotros, sentimos por nosotros, o acaso… ¿somos tan idiotas que no vemos lo
mucho que valemos? ¿Y somos tan imbéciles de admirar a famosillos llenos de
estupidez aguda, a desconocidos televisivos, que ni siquiera sabemos si su
vida merece la pena que sea observada
por nosotros? ¿Somos todos estúpidos o es que hemos perdido el norte? Bueno…
todos los puntos cardinales se pierden, si tu vida depende de la admiración que
tengas por un personajillo que probablemente ni siquiera tenga el sentido común
como para ser una persona coherente y saber que lo que hace es totalmente ridículo.
Llegados a este punto, elijo admirar a personas de mi
alrededor, a personas con un millar de millares de sentimientos, de vivencias
sufridas y disfrutadas, de amores sentidos, de triunfos y pérdidas a base de
esfuerzos, de sueños y metas por conseguir, de besos y caricias desbordados en
pieles ajenas y propias, de lágrimas de alegrías y tristezas, de presentes
aspirados al mil por mil, de palabras gritadas y calladas, al igual que
susurradas y olvidadas.
Hoy, he elegido admirar a mi gente: mi familia, mis amigos, mixico, mi gato.
Aún me queda un largo camino, aprender a admirarme a mí
misma, a buscar lo escondido y demostrarlo, a saber que soy mucho en tan poca
cosa, a encontrarme a mí misma en mi propia admiración.
Ese camino… le estoy recorriendo, despacito, quizás
demasiado despacito, pero la meta… ¡llegará!
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